Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

viernes, 7 de septiembre de 2018

Pobreza v/s fraternidad en La Araucanía: dos tipos de relación social


Cuando Mahatma Gandhi señalaba que la pobreza es la peor forma de violencia, es difícil no situar las carencias materiales y humanas en el terreno de las relaciones sociales, como tampoco no sospechar que el privilegio de unos pocos requiera, para constituirse como tal, de la desventaja o de las indignas condiciones vitales de una mayoría. La suspicacia surge al concebir la pobreza, ya no sólo como un atributo individual subsanable por la mera gestión personal de las propias condiciones de vida. La sospecha es que la pobreza es un tipo de relación social, donde el otro ha dejado de importar cuando se trata de distribuir los recursos y las oportunidades. Es la idea cada vez menos sostenible del mérito personal, del merecimiento individual de los privilegios, por sobre los derechos humanos y la dignidad de las personas… de las otras personas.

Así las cosas, la pobreza es la derrota colectiva de los principios de fraternidad y de solidaridad humanas, lo que es especialmente observable en los complejos territorios de La Frontera. En los últimos años, las cifras que refieren a la situación de pobreza en Chile, han castigado una y otra vez a La Araucanía como la región más desfavorecida del país. Y no se trata de un capricho estadístico de algún analista de la Encuesta CASEN, sino del hecho de que el porcentaje de población pobre -no sólo por déficit de ingresos, sino que en términos multidimensionales- se ha mantenido por sobre el 28 por ciento, al menos en los últimos cuatro años. Específicamente, la pobreza multidimensional refiere a las carencias que la población puede presentar en un mínimo de tres variables de las dimensiones de educación (acceso y rezago escolar, nivel de escolaridad); trabajo/seguridad social (ocupación, seguridad social y jubilación); vivienda (nivel de hacinamiento, estado de vivienda y servicios básicos) y; salud (nutrición, adscripción a sistema previsional de salud y atención en salud).

Como se está habituado culturalmente a atribuir o a culpar de la pobreza al pobre, asumir que la pobreza se ha tejido a lo largo de la historia en relaciones humanas y sociales injustas, es un  gran avance en nuestra reflexión ética y política. Permite plantear que las políticas públicas debiesen, más allá de atender características individuales desaventajadas, focalizar su análisis y acciones en transformar aquellas relaciones sociales injustas o desiguales (ya sean sociolaborales, económico-productivas, de género, etnoculturales o ecoambientales) que de manera coactiva se han estructurado en la geografía social de La Araucanía.

Que la pobreza, entonces, sea concebida como un tipo de relación social, devuelve a todos la responsabilidad colectiva respecto de los destinos existenciales y materiales de cada ser humano que habita en el territorio. Y, asimismo, la idea de que sin fraternidad no pueden transformarse las relaciones de pobreza, ni curar las fisuras relacionales desarrolladas bajo el pretexto autorreferente del privilegio y del mérito individual.

(*) Fotografía: Depositphotos.
(*) Publicado en septiembre de 2018, en la revista "Araucanía Laicista" (N° 4), del Centro de Estudios Laicos de la Araucanía. Temuco, Chile.


miércoles, 29 de agosto de 2018

Ciudad Traicionera





Fue como una puñalada
teleserie mexicana con derecho a todo
Muy cargada al maquillaje
para esconder la culpa que lleva por dentro
ciudad traicionera
lo lleva por dentro


- Joe Vasconcelos




Siempre se ha experimentado el deseo incontinente de enviar la ciudad al carajo. La indiferencia de las calles, la juerga trivial de los bares, el desencanto tras una expectativa frustrada o los fluidos exudados en todo acto de supervivencia, corren con frecuencia por el caudal aglomerado de una humanidad, que serpentea bulliciosa por las arterias de pavimento que imbrican toda la urbe. Cuesta creer en la bondad de las ciudades; más aún si vienes de abajo, de la calle con ripio, de la casa pareada con la furia del vecino o de la barriada periférica segregada de esos pocos que tuvieron mejor suerte.


Dan ganas de irse a un pueblo chico, donde ni la junta de vecinos es tan necesaria, porque en ocasiones, alrededor de una parrilla, de la copucha arremolinada y de botellones de vino tinto, hasta el color de las calesitas de la plaza se deciden con la boca y la copa llena. “Los pueblos son libros, las ciudades periódicos mentirosos”, murmuraba Federico García Lorca, para más tarde caer fusilado entre dos pueblos de la Provincia de Granada. Los fascistas lo durmieron para siempre, pero al menos cerró los ojos en las faldas de un olivo y no a espaldas de un muro ametrallado.


Sé de quienes adoran y se aferran a algunas ciudades, como Berlin, Paris, Buenos Aires o Santiago de Chile. Otros las quieren olvidar. Pero, siempre esa predilección o ese repudio es el resultado de la propia vivencia, que muchas veces no tiene nada que ver con la vivencia de los otros. El regocijo experimentado al caminar por las calles de algún barrio del planeta, ya sea Kreuzberg, Saint Denis, Barrio Brasil o San Telmo, convive con el desamor derramado por otros en las mismas veredas transitadas.


En las ciudades se nace y se muere, pero también se vive maquillado para ocultar la sensación de peligro o de atracción que nos inspira el otro. De una u otra forma, el camino hacia la alteridad siempre supuso saltar la valla de la clausura social que nos segrega a unos de otros. Porque mientras unos pocos deambulan sobre el umbral endogámico de los privilegios, otra humanidad circula por los intersticios urbanos, donde la invisibilidad duele y la pobreza entume el alma con ese olor a subsistencia. Ambos, unos y otros, no se tocan, ni se huelen, porque el aroma que liberan, requiere –para ser percibido- de aquella proximidad dérmica lapidada por la segregación social instalada.


Dan ganas de dormirse en una calle y despertar, aunque sea muerto de frío, a la orilla de un arroyo perdido en la montaña. Porque hasta el mismo callejón por donde caminaba la abuela y la madre, cargando el morral con verduras, ahora transmuta por la especulación inmobiliaria con estética hipster. El viejo barrio, las pandillas y los amigos, hombres y mujeres sudando la jornada y volviendo por las noches a ese vecindario tan habitual como el vaso de vino en el bar de la esquina, son lentamente gentrificados (del anglisismo gentry o “burgués”), que significa patear el trasero a los antiguos pobladores, para desalojarlos y desplazarlos a quién sabe dónde.    


Las historias de vida, fugaces como un destello en el espacio-tiempo de la evolución urbana, muerden la tragedia de los proyectos vitales truncados o la seductora idea de un merecido lugar en la cúspide social. Sin embargo, no hay meritocracia alguna en ser arrojado al mundo, para ser luego atrapado por la telaraña social en donde a uno lo han parido. Y como el privilegio o la pobreza con que somos recibidos en este cosmos humano, son como un puerto en el cual varamos casi por accidente, el acto de encallar sí escapa a nuestra voluntad, pero no así los naturalizados roqueríos esculpidos por la desigualdad de las condiciones de existencia. El azar, entonces, es una mala excusa, un maquillado relato para ocultar la responsabilidad colectiva ante el privilegio, por un lado, y ante la pobreza o la desesperanza, por el otro.


Dan ganas de abrazar al vecino y advertirle en un susurro que la ciudad nos ha traicionado. Porque frente a la promesa de ser feliz, ya sea por obra de Dios o de la humanidad derramada en la urbe, la ciudad muchas veces infiere la estocada sin la culpa colectiva que lleva por dentro. “La bondad podía encontrarse a veces en el centro del infierno”, decía Charles Bukowski, con un optimismo agrio, como el vodka barato con que refregaba su garganta. Y no hablaba de la escena emotiva de una teleserie mexicana o de un culebrón apasionado con derecho a todo. La bondad seguirá siendo un intento resiliente por reducir la distancia sideral, que la geografía urbana ha trazado entre los seres humanos. Y si la ciudad es traicionera, hasta el abrazo entre dos desconocidos es un acto de resistencia. Porque mientras exista el beso furtivo en los bulevares, la taza de azúcar generosa de la vecina, la sonrisa exultante por las alegrías del otro o la vivencia de compasión –y no de lástima- frente al dolor o la desesperanza, los muros sociales que segregan y que fueron levantados en las urbes para restar valor a los otros, quizás algún día puedan ceder ante la fuerza inexorable de la empatía y del reconocimiento.


Dan ganas de quedarse en el bar, hasta que las luces se apaguen y entre las sombras vuelvan a parpadear esos ojos adormilados que humedecían la adolescencia. Dan ganas de rellenar el vaso con sorbos cortos de esa mirada que, luego de tantos solsticios y desde el otro lado de la urbe, pasó a ser memoria violenta de un beso desvanecido. Por eso la ciudad convierte en auras astrales y en añoranza los recuerdos. Los desfigura, los atomiza en pequeñas escenas que, con el tiempo, queman cuando se rememoran. Y, finalmente, los pulveriza, para esparcir sus partículas en la nada.

Ciudad traicionera, ciudad de mierda: ni siquiera la culpa la lleva por dentro.


(*) Fotografía: La Izquierda Diario Chile.

(**) Columna publicada en NN Periódico (número 3), Concepción, Chile.

jueves, 31 de mayo de 2018

Relaciones de Género en Chile: Mamografía de la desigualdad social



Fotografía: Clarín Chile.

En el último tiempo, Chile ha sido escenario de fuertes cuestionamientos a las asimetrías de género, entendidas éstas como desigualdades de poder arraigadas y naturalizadas en una diversidad de relaciones y prácticas sociales, económicas y culturales. Consideradas como una expresión de dominación patriarcal, las desigualdades de género no sólo aluden a la clásica relación hombre-mujer heterosexual, sino que también a las posiciones de subordinación de variada índole que experimentan otras identidades de género y orientaciones sexuales definidas como LGTB (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales, entre otras). 

La resistencia cultural y política de la sociedad chilena, más su maquillado doble estándar, se han visto resquebrajadas por eventos sociales con fuerte carga simbólica. Las manifestaciones públicas contra el acoso sexual y la violencia contra la mujer, han puesto a prueba la capacidad del Estado y de la sociedad chilena para reconocer y abordar la desigualdad histórica que ha afectado a formas legítimas de identidad de género, de orientación sexual y de relación con el propio cuerpo. Y esta capacidad alude a la obligación pública de asegurar la libertad y la igualdad de derechos en todos los niveles de convivencia social.

En tal sentido, el aporte del feminismo ha sido fundamental. No sólo ha evidenciado política y científicamente estas asimetrías sociales, sino que también ha puesto en tela de juicio la consecuencia política y cultural del Estado y de la sociedad. Si bien se ha erigido una instancia de rango ministerial en estos temas, aún prevalecen diversas subordinaciones de género en todas las áreas de la vida social, económica y política. Si, por un lado, la actriz chilena de la cinta galardonada por el Oscar ha sido destinataria del elogio público, por otro, aún transita por el mundo con documentos oficiales que consignan para ella una identidad masculina. Hasta la ofensiva imagen de una madre nutriendo a un bebé con su pecho desnudo, contrasta con la aceptada visualidad mediática que relega a la mujer a la categoría de objeto de deseo sexual.

Desde esta perspectiva, las múltiples expresiones sociales de carácter feminista son un alivio para un país con doble rostro, que lleva en su ethos el cultivo de múltiples asimetrías sociales de poder. Y es que el alivio siempre va acompañado de la brisa de la gratitud. Porque, al fin y al cabo, ese clamor telúrico que se expresa en esos senos al desnudo ante la mirada pública del pudor patriarcal, ha sabido reivindicar los principios de libertad, igualdad y fraternidad, tan necesarios para subvertir la naturalizada violencia de la desigualdad social. 

(*) Publicado en la revista Araucanía Laicista.

domingo, 28 de enero de 2018

El Estudiante Neoliberal: Lecciones de individualismo y disciplina


Fotografía: Manuel Morales Requena.

Una de las ideas que nos cuesta aceptar, cuando nos referirnos a la cultura chilena (como si hubiese sólo una), es la secuela en ella de casi dos siglos de fragua postcolonial. Y no se trata sólo de haber asimilado contenidos culturales del poder colonial español y de las oleadas de inmigración europea que quedaron en el ethos de las costumbres y de los valores de nuestra adolescente república. También quedó levitando el habitus de subordinación y de permeabilidad que perdura hasta la actualidad, frente a variadas formas culturales dominantes de los países del norte. A casi dos siglos del retorno de los ejércitos realistas a sus cuarteles del otro lado del Atlántico, nuestra fragilidad identitaria padece aún de una suerte de culpa primaria, cuando mira su propio rostro cultural originario, su mistura dérmica, así como su historia y la cansina cadencia de su transitar subalterno. Tampoco la hegemonía postcolonial ha carecido de resistencias. Quizás sean los procesos reivindicativos mapuche, el anhelo autonomista rapanui, junto a otras formas locales de sincretismo cultural, las que aún nos devuelven el aroma resiliente de la esperanza identitaria. Sin embargo, si a ello se suma el colonialismo neoliberal tejido a pulso en los últimos treinta años, la fractura entre el individuo y la construcción colectiva de la vida parece aún una herida abierta por el lacerante filo del relato triunfante de la Escuela de Chicago.

La narrativa neoliberal, aunque de influencia inconclusa en la vida cotidiana criolla, se ha enraizado en cada uno de los intersticios de la estructura y dinámica social. Y como producción cultural ha sido el sistema educacional uno de sus dispositivos hegemónicos más eficaces, no sólo en términos de contenidos curriculares, sino que también en la manera en que el acceso educacional se ha estructurado para segregar socioeconómicamente a unos[as] respecto de otros[as]. Para la gran mayoría de la población estudiantil, “ser alguien en la vida” y desarrollar una capacidad de consumo individual, se han articulado como el centro de la expectativa de movilidad social puesta en la educación superior. Capacidad competitiva, éxito académico centrado en las calificaciones, mérito individual y reflexividad al servicio de los resultados, han disciplinado al estudiantado chileno bajo la promesa de un arribo exitoso a los estrechos pasadizos del mercado laboral. En tal sentido, la producción cultural de un estudiantado neoliberal se ha erigido con base a la disolución del sentido colectivo de la participación del individuo en una sociedad de mercado. En otras palabras, el acceso y el tránsito por la educación superior tiene menos que ver con la reflexión acerca de la contribución individual al bienestar colectivo, y más con la noción de supervivencia económica, donde la dignidad personal está condicionada por la capacidad de consumo y por el estatus social resultante.

Uno de los efectos formidables de los modelos de desarrollo capitalistas neoliberales en el comportamiento social, es el haber desarrollado ese ethos cultural individualista. Y la legitimidad de la primacía individual se ha sustentado en la naturalización de la relación entre consumo y estatus, como dispositivo de integración social. En el marco de su relato cultural, encontramos su sustento en valores como el emprendimiento, el éxito individual, la competencia y la motivación al logro, así como el esfuerzo, la superación y el mérito personal, además del anhelo de movilidad social para el logro de las metas individuales. También su impacto en las instituciones políticas es extraordinario. Incluso al interior de los partidos autodenominados de izquierda y en la izquierda en general, los esfuerzos son destinados a defender y privilegiar la propia trinchera, desdeñando la visión y las posibilidades de conquista colectiva en el campo de batalla global y en el debate sociopolítico en el seno de la comunidad. La transversalidad del relato neoliberal se ha enraizado, por tanto, en cada recoveco de la estructura social, donde lo colectivo o “lo público” se concibe… como una relación entre privados. No es de extrañar, entonces, que las instituciones de educación superior definan su relación con la sociedad, como un asunto de “vinculación con el medio”, conceptualización que refiere más a una posición estratégica con respecto de otros actores sociales e institucionales, que a su sentido sociopolítico y sociocultural -como un actor más- en la dinámica colectiva orientada al bien común.

Sin embargo, culpar sólo a los[as] estudiantes por erigir un horizonte cuyos límites no exceden los anhelos y expectativas de su propia autorreferencia, sería una acusación al menos injusta. Y no se trata aquí de obviar la capacidad de resistencia cultural que el estudiantado ha erigido incluso en los tramos más apacibles de su desarrollo histórico y que, por tanto, lo vuelve sociopolíticamente responsable de su destino. Se trata también del poder disciplinador de un relato y de un modelo de desarrollo que ha relegado el recurso de la empatía a los sotanos del romaticismo o del reduccionismo moral. El “otro” o la “otra” dejan de representar aquel sentido colectivo humanizador, que –fuera de toda autorreferencia- devuelve al individuo su rol articulador en el entramado social del bienestar común. Ante la pérdida del sentido colectivo, el “otro” y la “otra” (alteridad, según la jerga académica) resultan ser un obstáculo, una amenaza o una vía instrumental de consecución de las metas individuales.

Desde esta perspectiva, el formar en el sistema escolar y en las instituciones de educación superior, por un lado, a un individuo orientado a la transformación de la sociedad con fines de bienestar colectivo y, por otro, instruirlo para una inserción eficaz en un mercado laboral competitivo, constituyen dos metas culturales y sociopolíticas significativamente diferentes. Porque en las fauces del mercado, donde el individuo batalla día a día por la propia supervivencia, no se avizora un colectivo que lo ampare, con el cual se articule en una construcción social donde todos[as] resulten acogidos. Al contrario, el contexto social se erige como un campo de batalla de intereses individuales, muchas veces excluyentes entre sí y que, con frecuencia, se articulan en la forma de relaciones de dominación y explotación.

Esa es la tragedia de la producción neoliberal, en términos de proyecto de sociedad. O una doble tragedia. Porque, por un lado, su relato y su promesa, al subordinar el interés colectivo a la consecución de la movilidad socioeconómica individual, requiere de neutralizar la empatía como recurso de articulación social, reduciéndola al nivel de dispositivo psicológico con fines instrumentales en las relaciones interpersonales. Y, por otro lado, en el plano de la subjetividad, el estudiante experimenta un difuso malestar frente a un mercado laboral, muchas veces refractario a sus proyectos de realización personal y de movilidad socioeconómica. Con un 75% de los hogares chilenos con ingresos inferiores a los 470 mil pesos mensuales y con un nivel de concentración de la riqueza de ribetes históricos, la supervivencia y el consumo –mayoritariamente vía endeudamiento- como dispositivo de integración social, son tan frágiles como un cubo de hielo en un sauna.

Y esa es la trampa. Desprovisto del sentido colectivo, la relación con los[as] otros[as] constituye una batalla por la supervivencia individual. Y en esa batalla, donde lo público que ampara, donde lo colectivo que integra, han sido reducidos a una relación entre privados, el salvavidas casi siempre vendrá del sistema financiero. Y ahí la promesa neoliberal se deshace casi siempre como una decepción amorosa, como aquellas padecidas en la cándida adolescencia. La diferencia es que tras una desilusión amorosa, luego de un periodo de duelo, puede surgir una nueva esperanza de una relación futura. En cambio, frente a una promesa neoliberal frustrada, la decepción involucra proyectos vitales para miles de estudiantes y el sabor amargo de una casi inevitable y prolongada subordinación financiera.

Al fin y al cabo, son cosas que pasan entre privados.


(*) Publicado en el Periódico NN, N°2, Enero 2018. Concepción - Chile.