Ilustración de Jorge Zambrano
Los angloparlantes le
llaman “argument”, mientras que como
modismo chileno se habla de “mocha” o “agarrarse del moño”, pero esta vez sin
recurrir a los puñetazos. Es que la discusión twittera entre Axel Kaiser y
Mario Waissbluth acaecida en enero de 2016, connota algo más que el festín que hicieron
algunos medios de comunicación y las redes sociales con el ping-pong de
declaraciones. No pocos tomaron palco ante la antigua -pero aún vigente-
trifulca que surge cuando dos paradigmas contrarios se enfrentan en el debate
sobre la legitimidad de los derechos sociales. Desde una posición crítica
contra la igualdad, Kaiser le señalaba al líder de Educación 2020 que los
derechos sociales son un mito y que, en el fondo, se trata de una apropiación injusta
del dinero de otro[a]. Waissbluth, ofuscado, atribuía al autodenominado
“austrolibertario” una vida en una eventual burbuja socioeconómica, desde la
cual desconocería la realidad de millones de chilenas y chilenos en situación
de pobreza o insuficiencia económica. O sea, alguien que no entiende o que no
sabe sobre las condiciones precarias de subsistencia, ni por qué se producen. Mientras
Kaiser insiste en que el gasto social debe ser focalizado en los[as] más
pobres, Waissbluth parecía adherir más a la progresiva universalización del
gasto, en un contexto de garantía de los derechos sociales.
Más allá de este round virtual, una pregunta relevante es
si la pobreza se debe a un déficit de capacidades, libertades y actitudes
individuales o si es, principalmente, un problema de relaciones
económico-políticas. Y, al parecer, la institucionalidad pública y la clase
política chilena han obviado esta pregunta, evitando con ello enfrentar la
crueldad estructural del modelo de desarrollo chileno. Porque en el debate
acerca de la pobreza no es trivial adherir a la focalización o la
universalización del gasto, a la erradicación o al establecimiento de los
derechos sociales. Desde un punto de vista, la pobreza de unos[as] no se
relacionaría causalmente con la riqueza de los[as] otros[as], reduciéndose la
primera cuando se destina más dinero sólo a los[as] pobres, con la expectativa
de que dejen de serlo. Desde otra posición, el empobrecimiento de una parte de
la población sí es resultado -directa e indirectamente- del buen pasar
económico de otro sector (que en Chile es minoritario), y disminuiría al
transformar estructuralmente las relaciones entre los individuos y de éstos con
las instituciones.
Durante décadas, la
institucionalidad ha medido la pobreza estableciendo límites de ingresos -según
el número de habitantes por hogar- que rompen toda lógica de supervivencia o de
bienestar. Como ejemplo, en el 2013, el Ministerio de Desarrollo Social (MDS) señalaba
$91.274 como el límite de ingresos mensuales para una persona en extrema pobreza; es decir, con un peso
más un solo individuo sería capaz de satisfacer todas sus necesidades
alimentarias durante un mes. También para una sola persona, el MDS señalaba
$136.911 como línea de la pobreza (no
extrema), es decir, el mínimo de ingresos mensuales para satisfacer todas las
necesidades básicas. En otras palabras, con un ingreso mensual superior a esa
cifra un individuo dejaría de ser pobre. Desde esta perspectiva, millones de chilenas
y chilenos que superan -al menos en un peso- esos límites establecidos por la
institucionalidad, no serían destinatarios[as] de parte de las ayudas sociales,
que en Chile operan como si fueran vouchers.
El neoliberalismo
chileno ha naturalizado la focalización del gasto social, transformando al
Estado en una sistema subsidiario de aquellos[as] con insuficiencia económica
para participar de las dinámicas de los mercados. Sin embargo, es de perogrullo
que nadie del MDS o de Chile puede tener una vida digna con esos ingresos. Analizando
la Encuesta CASEN 2013, Sonia Salvo (2015) y su equipo de investigadores de la
Universidad de La Frontera, realizaron un estudio sobre pobreza por ingresos y
pobreza multidimensional, esta última referida a doce carencias distribuidas en
igual número en las dimensiones de vivienda, salud, educación y trabajo. Si se
toma como ejemplo la Región de La Araucanía (una de las regiones evaluadas como
más pobres de Chile), los resultados son alarmantes. Mientras la
institucionalidad declaraba que la pobreza (no extrema) alcanzaba un 27,9%, el
estudio de Salvo et. al. señalaba que, dejando sólo el ingreso por trabajo, la
cifra aumentaba a un 54,2%. Del total de ocupados[as], un 33,8% estaría en
situación de pobreza (no extrema); es decir, aunque trabajen, no alcanzan a
cubrir sus necesidades básicas. Aún más, si se cruzaban los datos de ingresos
con las cuatro dimensiones de pobreza multidimensional, el déficit de bienestar
de las personas bordeaba el 80% de la población regional.
En el 2016, la misma
investigadora analizó la Nueva Encuesta Suplementaria de Ingresos (NESI 2014),
del INE, ante el anuncio del gobierno de un promedio de ingresos en Chile de
$481.071. La dura crítica de Salvo refirió a que no se puede anunciar un
ingreso promedio en uno de los países más desiguales del mundo. En otras
palabras, se trata de un Chile donde la variabilidad de ingresos oscila entre
los $2.000 y $24.993.312 mensuales y donde, además, el 70,5% de la población
percibe menos del promedio de ingresos anunciado por la institucionalidad. En
esas condiciones ¿cómo viven, entonces, la mayoría de las chilenas y chilenos?
Endeudándose; es decir, articulándose con el sistema crediticio o financiero. En
tal sentido, no es menor que en el 2013 Global Wealth Report haya señalado que
la deuda per cápita de Chile era la más elevada de Latinoamérica.
Esto lleva a plantear que
el despojo del valor del trabajo de una mayoría de la población -por parte de
unos pocos individuos- es la forma generalizada de relación social en Chile. Y,
no sólo estableciendo bajos salarios, sino que erigiendo la vía crediticia casi
como la principal manera de supervivencia o de enfrentar los onerosos costos de
vida. Ante la crudeza de esto, el argument
twittero entre Kaiser y Waissbluth se diluye frente a cómo se estructuran y
se consolidan, en la sociedad chilena, violentas y cotidianas relaciones de
dominación y explotación económico-política. Y ambos, aunque expulsen espuma
por la boca y festinen las redes sociales, saben perfectamente que dimensionar
el tamaño de esta tragedia no es posible de realizar en los 140 caracteres que
permite el confortable cuadrilátero de un tweet.
(*) Publicado en la sección Bufé, en la versión impresa del periódico El Ciudadano, Mayo 2016.