Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

viernes, 18 de noviembre de 2016

Laicismo en el nombre de Dios: El analfabetismo republicano del Congreso chileno


Ilustración: Jorge Zambrano.

El alboroto desplegado por la Cámara de Diputados de Chile, debido a la moción presentada por la diputada Camila Vallejo, desnuda la provinciana noción que tienen muchos[as] de los[as] Honorables acerca de la función republicana. La diputada propuso eliminar la alusión reglamentaria "En el nombre de Dios y la Patria", con que se abren las sesiones de sala del Congreso. Y aunque la propuesta exude obviedad, las quejas y los gritos al cielo en el Hemiciclo redujeron al nivel de la comedia, la comprensión que tiene gran parte del mundo parlamentario acerca del carácter laico de una república. Y esto va más allá de una ingenua pechoñería o de un abierto cinismo. Mientras que el zar de la cocina, el senador demócratacristiano Andrés Zaldívar, ninguneaba la propuesta calificándola de irrelevante y cómo una forma de eliminar la religión de la sociedad, el Presidente de la Cámara, el diputado socialista Osvaldo Andrade, se refería muy seriamente acerca de su eventual falta de sentido. Si por un lado el diputado DC Fuad Chahín interpretaba que la alusión al altísimo no impone ninguna fe a nadie y la diputada Carolina Goic -de la misma tienda- calificaba como inconducente la moción de Vallejo, en otra sorprendente intervención el diputado UDI Felipe Ward consideraba como absurda y poco democrática la iniciativa. En definitiva, para gran parte de la fauna parlamentaria chilensis, discutir y reflexionar acerca del carácter laico del Estado tiene menos relevancia que hablar de agricultura marciana. Y si se trata de lo público y de laicismo, el analfabetismo republicano es prácticamente transversal.

En Chile, muchas veces la idea de lo público y de lo privado se pierde en los surrealistas imaginarios de nuestra arraigada y porfiada despolitización. Específicamente, lo público y lo privado están siendo referidos a quién pone la plata, ya sea al hablar de un establecimiento educacional o de un centro asistencial en salud. En otras palabras, la noción de lo público alude a las arcas fiscales, mientras que la esfera privada es situada en aquella iniciativa o servicio financiado por la propia billetera, por el cash individual. Lo público hace mucho tiempo dejó de referir a un proyecto colectivo de sociedad. Aún más, la noción neoliberal y despolitizada de lo público se ha expresado en la tosca idea de una suma de intereses individuales intersectadas en las fauces del mercado. Y si aquí lo colectivo es igual a la suma de las partes (y no más que la suma de ellas), es lógico que confusamente se interprete la moción de la diputada como un atentado a la libertad de credo. ¿Cómo van a comprender Zaldívar, Andrade, Chahín, Goic, Ward y otros[as] homo sapiens sapiens del Hemiciclo que las prácticas y creencias religiosas se circunscriben a la esfera privada (y no a la pública)? ¿Cómo podrán hacerlo, si en sus imaginarios lo público alude menos al interés colectivo y más a la naturaleza del financiamiento? Así las cosas, es obvio que el laicismo resulte en la Cámara de Disputados una extraña retahíla en una jerga incomprensible, a pesar de que en Chile ya en 1881 se hablaba de instituciones laicas y que en 1925 se separaba la Iglesia del Estado. 

También es lógico que en otras instancias legislativas del orbe la confusión observada en el Hemiciclo chileno provoque al menos la sonrisa compasiva de más de algún homólogo de otro país. Y esto es porque en esas otras instancias legislativas, el lugar de la religión en una república laica ha sido definido con claridad hace mucho tiempo. Un ejemplo de ello es lo que expresó en la década del setenta el entonces Presidente de Francia Válery Giscard d’Estaing (1974-1981). En una tensa conversación acerca de la despenalización del aborto que tuvo en el Vaticano con el Papa Juan Pablo II, el jefe de Estado señaló de manera lúcida al pontífice: “Yo soy católico. Pero soy presidente de la República de un Estado laico. No puedo imponer mis convicciones personales a mis ciudadanos. Como católico estoy contra el aborto; como presidente de los franceses considero necesaria su despenalización”. Touché.

(*) Publicado en la Revista Bufé Magazín, de Concepción - Chile.

martes, 26 de julio de 2016

Biopolítica de la Vida Swinger


Ilustración de Jorge Zambrano.

Enarbolando una húmeda y vanguardista pluma, la escritora francesa Anais Nin abofeteó con su “Delta de Venus”, allá por 1939, la puntillosa sensibilidad de la época. Su intensidad descarnada arrastró su exploración erótica y emotiva hacia los imbricados recovecos del incesto y del encuentro íntimo con hombres, mujeres y parejas. Transgrediendo los cánones heteronormativos y judeocristianos, su itinerario vital hilvanó lo que lentamente dio a lugar a un indeleble pacto entre la propia vida y la combustión erótica de su obra, entre la urgencia de la vivencia y la osadía con que observó el universo de su corporalidad y de toda frágil libertad.  El erotismo es una de las bases del conocimiento de uno mismo, tan indispensable como la poesía” –sentenció abiertamente, rozando en retrospectiva las huellas mnémicas de aquello que en otros despertaría la necesidad apremiante de la reserva o el erosivo temor a la sanción social.

Era cosa de tiempo. Después de casi tres meses de intentos por concertar una entrevista con parejas que han extendido su experiencia sexual al tándem erótico con pares, sus testimonios revelaron una paradójica libertad. Profesionales o con trabajos en una amplia gama de producción y venta de servicios, dedicados[as] a la maternidad y paternidad, además de concentrarse en el bienestar de sus parejas, sus vidas no difieren de los altibajos que padece y goza cualquier mortal de este planeta. Provenientes de diversos sectores sociales y con una diversidad de apariencias corporales, las parejas swingers parecen practicar una suerte de democracia socioerótica que no vulnera ese contrato tácito ligado a la fidelidad afectiva. Se trata de una relativización de la exclusividad  sexual, que se caracteriza por la permisividad del contacto íntimo –simultáneo o sucesivo- con otras personas, bajo el consentimiento explícito de la pareja.

El relato de Paula [los nombres han sido cambiados], de 44 años de edad y con casi una década de encuentros swingers, devela una ruptura con las concepciones de pareja heteronormativas y patriarcales. Sus contactos sexuales en fiestas con otras mujeres y hombres son valorados como un acto orientado a buscar, no sólo el propio placer, sino que también el máximo deleite sexual de la pareja. Ahora bien, si las fiestas grupales donde se fraterniza sexualmente sugieren el quiebre del tradicional imperativo monogámico, también es cierto que esa aparente libertad sexual es ejercida sin obviar una dimensión intransferible que imponen a la fidelidad: se ama sólo a la pareja. Francisca (37), otra entrevistada, revela que esta regla es transversal dentro de la ética swinger. Nada transcurre tras bambalinas; el despliegue de contactos sexuales, por múltiples que sean en un solo evento, deviene con el inequívoco conocimiento y la aprobación de la pareja. Un encuentro sexual sin aviso puede generar una crisis conyugal, así como aquellas expresiones de afecto con otras personas que denoten algo más que el solo deleite de la corporalidad compartida. 

Desde una perspectiva foucaultiana, las prácticas swingers no están exentas de su ubicación en los ámbitos del poder, del control y de la vigilancia. Y no sólo respecto de la sociedad, sino que también al interior de los mismos espacios de intercambio de experiencias sexuales. En otras palabras, se rigen bajo otros dispositivos biopolíticos que regulan la expresión de la sexualidad, del género y los deseos. Del mismo modo, no consistirían en prácticas que destruyen las concepciones de relación de pareja, de fidelidad y de la sexualidad. Al contrario, se erigirían como una expresión socioafectiva que resignifica todo eso, dependiendo de los espacios de aceptación o rechazo establecidos por la sociedad, así como por las otras parejas o individuos swingers.

Por otra parte, esta resignificación conduciría a un replanteamiento de la heterocentralidad y del machismo. Fernando (52), profesional del marketing, refiere que para un hombre es mucho más difícil adaptar su estructura valórica a la experiencia swinger de su pareja-mujer. Romper con el arraigado habitus cultural, que establece un dominio exclusivo del hombre sobre el cuerpo y la sexualidad de “su” mujer, se experimentaría como una transformación mayúscula del propio sistema de valores y de creencias. Para Fernando fue alcanzar un nivel de transparencia y de honestidad que define como “brutales”, donde el sentido de propiedad sobre el cuerpo de su pareja dio a lugar a la desapropiación y a su focalización en la fidelidad afectiva.

Así como la revelación literaria de la vida erótica de Anais Nin irrumpió con estruendo en la aparente solidez moral de la época, actualmente la práctica swinger se ha erigido en las redes y espacios sociales como una concepción más sobre la propia sexualidad, que ha ido transformado las nociones heteronormativas y patriarcales de relación entre cuerpo y afecto. Quizás sin concebirlo, aquellas personas que la ejercen han modificado la biopolítica de la sexualidad, con relación al entorno social. En una sociedad patriarcal, donde la sexualidad se erige –bajo una óptica foucaultiana- como un campo de batalla donde se establecen sobredeterminaciones y dominaciones, también surgirían resistencias, negociaciones y extensiones de límites. Al transgredir las normas heteronormativas y patriarcales y al ser susceptibles del rechazo social, los individuos y parejas swingers transformarían en un proceso político su identidad y sus concepciones eróticas y sexuales.

Así como las nociones predominantes acerca de la sexualidad establecen las posibilidades del cuerpo, aquí el control y la vigilancia de la sexualidad administran lo más profundo de la vida humana y de las relaciones sociales. De esa tensión entre dominación y resistencia, surgen las transformaciones referidas a la vivencia y expresión de la propia sexualidad, sus vectores, su estructura valórica y su poder político transformador. Mirada de esta manera, la práctica swinger no se trataría de una vida de descontrol y de libertinaje sexual, sino que de un pacto político diferente sobre la administración de los cuerpos, de la afectividad y de la experiencia sexual. Al fin y al cabo, se trata de una variante biopolítica que en ciertos espacios porfía por su vigencia, aunque Anais Nin y Michel Foucault retocen -tras sus muertes- en las inciertas dimensiones de la incorporeidad.

(*) Columna preparada para la Revista Bufé. Concepción, Chile.

sábado, 7 de mayo de 2016

Lecciones de Trivialidad Chilena: Pobreza, sociedad de explotación y trifulca twittera




Ilustración de Jorge Zambrano

Los angloparlantes le llaman “argument”, mientras que como modismo chileno se habla de “mocha” o “agarrarse del moño”, pero esta vez sin recurrir a los puñetazos. Es que la discusión twittera entre Axel Kaiser y Mario Waissbluth acaecida en enero de 2016, connota algo más que el festín que hicieron algunos medios de comunicación y las redes sociales con el ping-pong de declaraciones. No pocos tomaron palco ante la antigua -pero aún vigente- trifulca que surge cuando dos paradigmas contrarios se enfrentan en el debate sobre la legitimidad de los derechos sociales. Desde una posición crítica contra la igualdad, Kaiser le señalaba al líder de Educación 2020 que los derechos sociales son un mito y que, en el fondo, se trata de una apropiación injusta del dinero de otro[a]. Waissbluth, ofuscado, atribuía al autodenominado “austrolibertario” una vida en una eventual burbuja socioeconómica, desde la cual desconocería la realidad de millones de chilenas y chilenos en situación de pobreza o insuficiencia económica. O sea, alguien que no entiende o que no sabe sobre las condiciones precarias de subsistencia, ni por qué se producen. Mientras Kaiser insiste en que el gasto social debe ser focalizado en los[as] más pobres, Waissbluth parecía adherir más a la progresiva universalización del gasto, en un contexto de garantía de los derechos sociales.

Más allá de este round virtual, una pregunta relevante es si la pobreza se debe a un déficit de capacidades, libertades y actitudes individuales o si es, principalmente, un problema de relaciones económico-políticas. Y, al parecer, la institucionalidad pública y la clase política chilena han obviado esta pregunta, evitando con ello enfrentar la crueldad estructural del modelo de desarrollo chileno. Porque en el debate acerca de la pobreza no es trivial adherir a la focalización o la universalización del gasto, a la erradicación o al establecimiento de los derechos sociales. Desde un punto de vista, la pobreza de unos[as] no se relacionaría causalmente con la riqueza de los[as] otros[as], reduciéndose la primera cuando se destina más dinero sólo a los[as] pobres, con la expectativa de que dejen de serlo. Desde otra posición, el empobrecimiento de una parte de la población sí es resultado -directa e indirectamente- del buen pasar económico de otro sector (que en Chile es minoritario), y disminuiría al transformar estructuralmente las relaciones entre los individuos y de éstos con las instituciones.

Durante décadas, la institucionalidad ha medido la pobreza estableciendo límites de ingresos -según el número de habitantes por hogar- que rompen toda lógica de supervivencia o de bienestar. Como ejemplo, en el 2013, el Ministerio de Desarrollo Social (MDS) señalaba $91.274 como el límite de ingresos mensuales para una persona en extrema pobreza; es decir, con un peso más un solo individuo sería capaz de satisfacer todas sus necesidades alimentarias durante un mes. También para una sola persona, el MDS señalaba $136.911 como línea de la pobreza (no extrema), es decir, el mínimo de ingresos mensuales para satisfacer todas las necesidades básicas. En otras palabras, con un ingreso mensual superior a esa cifra un individuo dejaría de ser pobre. Desde esta perspectiva, millones de chilenas y chilenos que superan -al menos en un peso- esos límites establecidos por la institucionalidad, no serían destinatarios[as] de parte de las ayudas sociales, que en Chile operan como si fueran vouchers.

El neoliberalismo chileno ha naturalizado la focalización del gasto social, transformando al Estado en una sistema subsidiario de aquellos[as] con insuficiencia económica para participar de las dinámicas de los mercados. Sin embargo, es de perogrullo que nadie del MDS o de Chile puede tener una vida digna con esos ingresos. Analizando la Encuesta CASEN 2013, Sonia Salvo (2015) y su equipo de investigadores de la Universidad de La Frontera, realizaron un estudio sobre pobreza por ingresos y pobreza multidimensional, esta última referida a doce carencias distribuidas en igual número en las dimensiones de vivienda, salud, educación y trabajo. Si se toma como ejemplo la Región de La Araucanía (una de las regiones evaluadas como más pobres de Chile), los resultados son alarmantes. Mientras la institucionalidad declaraba que la pobreza (no extrema) alcanzaba un 27,9%, el estudio de Salvo et. al. señalaba que, dejando sólo el ingreso por trabajo, la cifra aumentaba a un 54,2%. Del total de ocupados[as], un 33,8% estaría en situación de pobreza (no extrema); es decir, aunque trabajen, no alcanzan a cubrir sus necesidades básicas. Aún más, si se cruzaban los datos de ingresos con las cuatro dimensiones de pobreza multidimensional, el déficit de bienestar de las personas bordeaba el 80% de la población regional.

En el 2016, la misma investigadora analizó la Nueva Encuesta Suplementaria de Ingresos (NESI 2014), del INE, ante el anuncio del gobierno de un promedio de ingresos en Chile de $481.071. La dura crítica de Salvo refirió a que no se puede anunciar un ingreso promedio en uno de los países más desiguales del mundo. En otras palabras, se trata de un Chile donde la variabilidad de ingresos oscila entre los $2.000 y $24.993.312 mensuales y donde, además, el 70,5% de la población percibe menos del promedio de ingresos anunciado por la institucionalidad. En esas condiciones ¿cómo viven, entonces, la mayoría de las chilenas y chilenos? Endeudándose; es decir, articulándose con el sistema crediticio o financiero. En tal sentido, no es menor que en el 2013 Global Wealth Report haya señalado que la deuda per cápita de Chile era la más elevada de Latinoamérica.

Esto lleva a plantear que el despojo del valor del trabajo de una mayoría de la población -por parte de unos pocos individuos- es la forma generalizada de relación social en Chile. Y, no sólo estableciendo bajos salarios, sino que erigiendo la vía crediticia casi como la principal manera de supervivencia o de enfrentar los onerosos costos de vida. Ante la crudeza de esto, el argument twittero entre Kaiser y Waissbluth se diluye frente a cómo se estructuran y se consolidan, en la sociedad chilena, violentas y cotidianas relaciones de dominación y explotación económico-política. Y ambos, aunque expulsen espuma por la boca y festinen las redes sociales, saben perfectamente que dimensionar el tamaño de esta tragedia no es posible de realizar en los 140 caracteres que permite el confortable cuadrilátero de un tweet.

(*) Publicado en la sección Bufé, en la versión impresa del periódico El Ciudadano, Mayo 2016.

viernes, 1 de abril de 2016

La Revolución Cervecera: Una revolución gramsciana


Ilustración de Jorge Zambrano

Puede parecer pretencioso. La idea de trabajar el lúpulo, dar a luz un sabroso, frío y espumoso brebaje y, mediante ello, transformar radicalmente el orden de las cosas, desliza un cierto aire de ingenuo optimismo. Porque las revoluciones siempre han connotado un remezón que transforma las estructuras y relaciones sociales, dejando por doquier a seres humanos abatidos y a otros triunfantes. El sudor de la conquista y la tragedia de la derrota, nunca habían sido significativamente extrapoladas –en el sur de Chile- a una pretensión revolucionaria, surgida a partir de unos burbujeantes vasos de cerveza artesanal. Importada desde Estados Unidos, Europa y de algunos países latinoamericanos, la intención revolucionaria permeó las cosmovisiones de los productores locales en la Región de La Araucanía. Y les otorgó un sentido compartido a sus labores de creación, erigiendo esta bebida artesanal como símbolo de una nueva forma de producir y consumir cerveza.

Si se piensa que el concepto de “Revolución Cervecera” puede exhalar algún perfume marxista, lo recomendable es despejarse la nariz. Los alquimistas de este brebaje sin pasteurizar, han puesto su mirada en los cambios culturales asociados a la producción y al consumo de calidad. Marx podría oír con desconfianza esta afirmación. Pero, el aroma es ineludiblemente reconocible en las amargas líneas gramscianas, que expelen con nitidez la necesaria búsqueda de hegemonía cultural. Antonio Gramsci anclaba su idea de hegemonía en la capacidad de generar un “consenso espóntáneo” en la vida social de la población. Y aunque el intelectual italiano atribuía esa capacidad a un sector o grupo dominante, los revolucionarios de la cerveza –desde el Wallmapu- apuestan a una variación. La hegemonía que refieren es concebida, no desde una posición de poder, sino que desde una horizontalidad destinada a introducir en la cultura social otra forma de producir y de consumir la “chela”.

¿De qué revolución hablarían estos guerrilleros de la faena artesanal? Al reunirme con cuatro productores de cerveza artesanal de Temuco, esperaba encontrarme con sus miradas afiladas puestas en los monopolios; es decir, en la Compañía de Cervecerías Unidas (CCU) y en Cervecería Chile, los dos Goliath que controlan casi todo el mercado cervecero del país. Las asimetrías en un mercado nacional de la cerveza colmado por la producción industrializada, hacían pensar en un grupo de partisanos de la fórmula artesanal timoneando unos frágiles barcos, frente a dos imponentes buques de guerra. Uno a uno fueron arribando al lugar de reunión, después de un día de arduo trabajo. Rodrigo Leiva (BIRREL), Camilo Klein (KLEIN), Duberli Fernández y Leonardo Miranda (CASSUNI), destaparon sus botellas de vidrios mientras se acomodaban en los sillones. Al observarlos, no parecían precarias embarcaciones lidiando con el furioso oleaje del océano, sino que cuatro confiados barcos que se desplazaban hacia puerto seguro.

En la Región de La Araucanía, la revolución cervecera es un movimiento de productores de cerveza artesanal que han adoptado, como instrumentos estratégicos, el asociativismo, el encuentro con otros productores del mundo y la exposición de sus brebajes en diferentes ferias regionales, nacionales e internacionales. Les pregunto directamente qué ocurre con la producción de cerveza artesanal frente a la CCU y Cervecería Chile; si sienten el fragor de la presión monopólica, en términos de intentar desplazarlos del mercado de consumidores. Imagino que la interrogante desatará todo un relato anticapitalista, de reivindicación de los productores cerveceros pequeños, de una lucha desigual entre aquellos que concentran el gran capital y aquellos que, a pulso y con una rentabilidad mucho menor, levantan alternativas de consumo y de deleite. Los veo mirarse entre ellos y, para mi sorpresa, se encogen de hombros: “ellos tienen sus mercados, nosotros los nuestros. No nos topamos. Hacer cerveza artesanal no es un mal negocio, es más, es también un desafío que nos apasiona”.

La respuesta no satisface. Muchas revolucionarias y revolucionarios del mundo han sobrellevado con una pasión inusitada sus luchas contra poderes fácticos muy poderosos. Gramnsci sobrellevó con pasión inclaudicable los diez años de cárcel a los que se vio sometido por la dictadura fascista italiana. Entonces ¿cuál es el carácter revolucionario de esa pasión que los inspira? ¿Qué hace que la revolución cervecera tome prestado el término “revolución”? Los miro cómodos mientras saborean sus cervezas y la pregunta. Señalan que son independientes, que no son asalariados, ni apatronados; que ellos mismos se encargan de la producción y distribución, en bares y en pequeños negocios locales. En otras palabras, son el capital y el trabajo entrecruzados en una misma persona, donde nadie (todavía) se apropia del valor del trabajo del otro. Pareciera un proto-capitalismo o un pre-capitalismo, ya que la exigencia de un mayor volumen de producción, que llevaría a instituir el trabajo asalariado dentro de sus relaciones de producción, aún no ha colonizado a sus pequeñas plantas de alquimia cervecera.

Los miro abrir otras botellas y distenderse un poco más. El eventual temor frente a los dos monopolios nacionales, perece ser un exótico prejuicio forjado en el desmesurado oleaje de mi imaginación. Sin embargo, los comensales rompen el silencio para arrojar en la mesa otra disquisición. Saben que no pueden competir en las cadenas de supermercados frente a la industria nacional, donde una cerveza Escudo o una Budweiser tiene un valor comercial inferior a la de una botella de cerveza artesanal. Además, tácitamente estos gigantes sugieren al retail “privilegiar” la venta de sus propios productos. Por eso los bares y los pequeños negocios son el destino predilecto de la cerveza artesanal, acordes a sus niveles de producción. Lo que ven con preocupación, es la introducción inminente -en el mercado nacional- de los grandes conglomerados transnacionales, los cuales podrían afectar, no sólo sus pequeñas cadenas de distribución, sino que también pondrían a prueba la resistencia telúrica de ambos monopolios nacionales.

Sin mercados que se intersecten, sin batallas antimonopólicas, pareciera que la revolución ocurre plácidamente en inmutables y poco concurridas plantas de producción artesanal. Pero, rápidamente refutan esa afirmación. Transformar -individual y colectivamente- la cultura de la producción, es decir, centrar el esfuerzo en la calidad del proceso productivo, surge como meta compartida por este variopinto grupo de cerveceros. Mejor calidad en la producción significa para ellos mejor calidad de la cerveza y, con ello, más posibilidades de permear el gusto de las consumidoras y consumidores. Se trata, entonces, de alcanzar el paladar de la persona que bebe con una cerveza de gran calidad, con el fin de transformar la cultura y las preferencias de consumo. La CCU y Cervecerías Chile pueden continuar atiborrando las góndolas de los supermercados con su bebida pasteurizada. Sin embargo, el eje de la sustentabilidad de la producción de cerveza artesanal, es visualizado en el vínculo virtuoso entre la producción del brebaje y su destino final en los labios de la concurrencia local. La revolución en torno a la cerveza es concebida, entonces, como una paulatina transformación cultural.
  
Revolucionarios o no revolucionarios, los productores de cerveza artesanal del Wallmapu han sido reconocidos por su ímpetu asociativo y por sus metas de calidad. Pero, no se le puede exigir a ellos la responsabilidad de que sus procesos de producción y distribución irrumpan con una verdadera impronta revolucionaria. Tal como dice Víctor Hugo, en su obra El Noventa y Tres, “imputar la revolución a los hombres es echarle la culpa de las mareas a las olas”. Es que la producción de cerveza artesanal en La Araucanía, golpea quizás como aquel oleaje enfrentado a las afiladas rocas del status quo de la cultura local y regional. Pero, hasta la geología más pura reconoce que, con el paso del tiempo, la persistencia de las olas va modificando hasta la más indomable estructura rocosa. Saben que, aunque el proceso de cambio cultural puede ser paulatino e incluso transgeneracional, no deja de ser relevante la intención de transformar las formas establecidas de producción y de consumo, generando una nueva identidad cultural.

La trágica vida y el legado de Gramsci, en este sentido, nos deja lecciones de envergadura. La capacidad de transformar -paulatina y progresivamente- las pautas de consumo y de producción de la población, es testimonio de una acción política con claras intenciones hegemónicas. E independiente de que los cerveceros artesanales se sustraigan de la verticalidad que supone la concepción gramsciana, la influencia cultural como meta estratégica los conduce a los salones de las transformaciones sociales, al menos en el nivel local. Levantar la producción artesanal ha implicado un gran esfuerzo para la fuerza cervecera. Sin embargo, con la persistencia el deleite vendrá después. Al fin y al cabo, la Revolución Cervecera está comenzando a cambiar las pautas culturales de una población, que verá en el consumo artesanal una experiencia de placer sensorial y mental. Bienvenida, entonces, la Revolución Cervecera, esa suerte de revolución gramsciana o de metamorfosis cultural.

(*) Publicado en Bufé, suplemento de cultura de la versión impresa de El Ciudadano (distribuido en todo Chile).