Fotografía: Deutsche Welle.
La
ovación y la euforia fueron gigantescas en el Yaam, un cosmopólita
club enclavado en la zona oriental de Berlin. Ubicado en An der
Schillingbrücke, bordeando uno de los brazos del río Spree, cerca
de Ostbahnhof, el Yaam ofició de espacio de encuentro para el
cónclave rojo que fue repletando los rincones del lugar, frente a
una sofisticada pantalla gigante. La apertura del marcador hizo que,
antes de concluir el primer tiempo, las reservas de pisco apiladas al
costado de la barra del bar pasaran a mejor vida. En medio el clamor
nacionalista de la multitud chilena, la mitad de mi cerveza voló por
los aires ante la impresionante visión del corto disparo de Alexis
Sánchez, perforando el pórtico australiano. “Pocas veces he
abrazado a tanto desconocido” - lanzó de pasada a mi lado un
hincha chileno, mientras buscábamos la salida del recinto, tras
haber concluido el partido.
El
comentario siguió reverberando en mi memoria hasta el día
siguiente. Para nosotros, un gol de la “Roja” puede hacer que el
tiempo se detenga. Deviene un paréntesis, una exultante interrupción
en ese agridulce trayecto personal que llamamos “existencia”. La
alegría desbordante, ese estado emocional de algarabía asociado a
la vulneración de la línea de gol del equipo adversario, puede
llegar a constituir incluso un delicioso festín para la cavilación
psicoanalítica. Pero, el abrazo, la microproximidad, el contacto de
los cuerpos de dos desconocidos en medio de la euforia, es una
excepción social. Y la euforia, esa loca que nos revoluciona,
también. Dos personas que no se conocen, pero que se atribuyen un
mismo denominador, la nacionalidad y, por extensión, las ansias de
que su seleccionado triunfe en la contienda futbolera, pueden en
estas inusitadas circunstancias suspender las odiosidades sociales,
raciales, étnicas y de clase, para estrecharse en un abrazo
sucedáneo de comunidad. Sí, “sucedáneo”; o sea, sustitutivo.
Porque una vez celebrado el gol, la pelota es ubicada otra vez en la
mitad de la cancha y, nuevamente, nos conectamos con la vivencia de
competir y de avasallar al otro.
La
sociología del fútbol trae esquisitas metáforas sobre un menú de
realidades perturbadoras. El nacionalismo pelotero que exudamos ante
la oncena de Sampaoli va a parar al tarro de la basura, luego del
triunfo o de la decepción por la derrota. Una vez terminada la
pichanga, retornamos a la anomia que hemos construido para sobrevivir
en este eterno juego de competencia y de individualismo. Es por eso
que el abrazo impetuoso a un desconocido, gatillado por un balón en
la red, se erige como un comportamiento nutrido de significados ¿Por
qué abrazamos a quienes no conocemos? Claro, rodeamos con nuestros
brazos a nuestra pareja, a nuestros padres, hermanos y a nuestros
hijos. Estrechamos con afecto a los amigos, al compinche, al pana, al
brother, al yunta, pero no a aquel que no conocemos. Ese otro
desconocido, al cual la mayoría de las veces y de manera muy cínica
llamamos “prójimo”, nos importa generalmente un bledo. Muy poca
gente sufre de insomnio, después de haber presenciado en la calle a
ese “prójimo” en condición de indigencia, en brutal abandono y
con grave riesgo en su salud. En casos excepcionales nos enteramos de
los vaivenes vitales de nuestros vecinos y no neceseriamente debido a
nuestra propia iniciativa o solidaridad. Miles de “prójimos”
afixiados por el modelo neoliberal que segrega y modela nuestra vida
social y privada; cientos de mapuche víctimas en el sur de la
represión policial con aval gubernamental; o los millones de
“connacionales” que ven permanentemente vulnerados sus derechos,
no nos mueven ni un músculo de la cara, ni nos quitan el sueño.
El
nacionalismo futbolero concurre como el aspartamo
que
endulza el agrio gustillo de la segregación social y de la
explotación económica, ambas legalizadas en Chile. La
estafa del sentimiento nacionalista radica, entonces, en disfrazar y
blanquear la cruda conexión que existe entre explotadores y
oprimidos. Bluffea
con eso de la unidad nacional. Porque en la dialéctica del abrazo
pichanguero se encuentran, por un lado, el fantasma del colectivo y,
por otro, la estocada neoliberal de la segregación social. Por
supuesto que el gol del “niño maravilla” nos removió hasta las
tripas y lo gritamos con el corazón en la mano. Cuando gana Chile en
esas lides, todos transitamos entre la borrachera y la resaca, con la
dulce disfonía de la celebración. Sin embargo, el pitazo final
siempre nos devuelve a la vida cotidiana que, al fin y al cabo, nunca
desapareció. Tampoco los goles legislativos de mitad de cancha que
las élites políticas y económicas nos propinan, mientras nuestros
C-H-I se estrellan contra la pantalla del televisor. El asunto es que
esos goles sólo los celebran ellos, allá en el camarín VIP de los
privilegiados o en los lustrosos salones de La Moneda y del Congreso
Nacional.
En
el campeonato de los poderosos, nos han convencido de que la Copa se
mira, pero no se toca. Sin embargo, nos han convencido solamente a
medias. Es por eso que un abrazo futbolero puede dejar muchas
lecciones. Sobre todo, lecciones de comunidad y de organización. Es
difícil jugar un campeonato arreglado en favor de las élites.
Disponen de su propia FIFA en el sistema político, la cual cobra y
sanciona en favor de ellas. Pero, también están arribando a la
cancha nuevos jugadores y, tímidamente, nuevos técnicos y
dirigentes. Los estudiantes y los movimientos sociales llevan tres
años sin bajar los brazos. Y eso ha transformado nuestras
percepciones, en especial, aquellas que tenemos respecto de los
otros. En otras palabras: con ese “desconocido” con el que
celebramos, con aquel extraño con el que nos abrazamos festivamente,
también podemos juntos -para sorpresa de los expertos- dar por
primera vez vuelta el marcador.
(*) Publicado en la revista Bufé Magazín de Cultura y en El Quinto Poder.