Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

jueves, 2 de octubre de 2014

Todos somos (un poco) Marxistas




Imagen: www.crisolplural.com

Recuerdo el día en que abrí esos volúmenes por primera vez. Tenía catorce años y los tomos estaban hace días visibles en la repisa de libros de la casa de mi padre, allá en el Nordeste brasileño. La dictadura con gusto a feijoada había caído poco tiempo atrás. Sin embargo, aún reverberaban el recelo, el temor furtivo que evocaba el adjetivo de “marxista”, atributo que frecuentemente se deslizaba en las chácharas de los “compañeros” de mi padre. El Capital (Das Kapital) cayó en mis manos, diseminando en mí más intuiciones que conceptos. Luego de digerir por unos días las primeras páginas, todavía no alcanzaba a comprender por qué en Chile el genocida anunciaba con rabiosa virulencia su épica “guerra contra el marxismo”. Como si ser marxista o pensar en clave marxista fuese tan fácil como ser del Colo Colo o del Bayern München.

Un par de amigos pernambucanos comenzaron a olfatear el primer tomo. Más tarde nos explicaron que el marxismo no era más que un método de análisis. Desconcertados, mientras avanzábamos en la lectura, poco a poco íbamos comprendiendo la indignación que desde hace casi ciento cincuenta años ha hecho apretar las mandíbulas y los puños de millones de trabajadoras y trabajadores de este mundo. Entre tanto término ilegible, un presentimiento iba cobrando forma. Era como caminar en la bruma y tropezar de súbito con la señalética que advertía el escabroso rumbo hacia una de la más grandes tragedias del homo sapiens sapiens: la historia humana de la dominación.

En la mitad del segundo volumen perdimos el interés. A los catorce años, el fútbol de calle y las chicas fueron más fuertes que la curiosidad por algo que nos costaba mucho entender. Pero quedó clavada en nosotros la espina de una latente amargura: Que todo trabajo tiene un valor, que ese valor es transable y que siempre unos pocos se han apropiado de ese valor producido por muchos. Esa percepción hizo las veces de una piedra arrojada en la cristalería de nuestro pueril optimismo. Porque lo que descubriríamos más tarde era que la dominación y la explotación de unos pocos individuos por sobre millones de seres humanos, estaban legitimadas culturalmente. Es decir, a pesar de la retórica igualitaria de algunos(as), en el fondo el “poner la pata encima” es ejercido y aceptado tanto por unos(as), como por otros(as).

En el Chile noventero, la dominación ya no sería ejercida más a punta de corvo y de fusil amenazante, sino que a través de la profundización de un modelo de desarrollo neoliberal vitoreado por la derecha, con el discreto beneplácito de notables personeros de la “izquierda progresista”. Por eso no es novedad decir que los gobiernos post-dictadura institucionalizaron en Chile el abuso y la explotación, en todas las áreas de la vida productiva, política y social, y en todos los segmentos sociales. Pero, que no sea ninguna novedad decirlo, significa también que no tiene ninguna conmoción relevante políticamente. En otras palabras, aunque aparezcan la sorpresa, la indignación y la sensación de injusticia, éstas aún no tienen la suficiente fuerza para trascender la subjetividad individual, para dirigirse hacia la acción política colectiva y organizada, aquella que puede transformar el orden social y cultural. O hacer que el modelo de explotación acabe por derrumbarse, usando el lenguaje directo de Alberto Mayol.

Para que esas relaciones de explotación se mantengan en el tiempo, se requirió de la más eficaz legitimación; es decir, que se naturalice esa anomalía. Y no es un asunto de conciencia. Sabemos que somos explotados, pero hemos aprendido como buenos inquilinos a convivir con ello. Entre nuestras más sabrosas contradicciones, está la de denostar y despotricar contra la mirada marxista, aunque reconozcamos que pertenecemos a un país donde siempre unos pocos se han apropiado del valor producido por muchos. Aún más, la rentabilidad económica y política de una relación de explotación (como muestra, ver las leyes laborales chilenas) se ha vinculado con conceptos muy apreciados, como “emprendimiento empresarial”, “innovación en recursos humanos”, “libertad de las personas” y “flexibilidad laboral”.

En un país donde nos metieron la absurda idea de que el cliente siempre tiene la razón (nunca el trabajador), el modelo extractivista chileno recurre primordialmente a la apropiación desregulada del valor del trabajo. Cuando se discutía en el Congreso la Ley que establecía el cierre del comercio los días domingos, a partir de las 17 horas, Susana Carey, presidenta de Supermercados de Chile, señalaba que “aplicar estas restricciones al funcionamiento del comercio, y en particular de los supermercados, genera un serio problema a las personas que por razones laborales sólo pueden acudir a hacer sus compras los fines de semana, en especial, los domingos y festivos”. Es decir, no se trata aquí de producir un cambio cultural donde las personas (clientes, en Chile) planifiquen de otra manera sus compras y los trabajadores dispongan de mayor tiempo libre. En algunos países miembros de esa OCDE (de la cual nos ufanamos de pertenecer), el comercio está por Ley cerrado todo el día domingo. Asimismo, nadie “pobretea” a los clientes como lo hace Carey y a casi nadie se le ocurriría cuestionar el derecho de un(a) trabajador(a) a descansar el día domingo.

Los que piensan que la lectura marxista quedó aplastada entre los escombros del Muro de Berlin, erraron medio a medio. Esa fue una de las grandes estafas de la izquierda chilena post-dictadura: desclasar el análisis de las relaciones sociales, despolitizar la reflexión en torno al valor del trabajo y evitar cualquier cuestionamiento al supremo derecho de propiedad, que defiende a rajatabla la élite feudal de nuestro país. El legado de Herr Karl Marx nos abrió una posibilidad de rebelión contra la explotación del “emprendedor” de turno o contra la usura crediticia de nuestro sistema comercial y financiero.

Por un momento, mire cómo vive y deje de contemplar embobado la elegante fusta del explotador: a veces, todos somos un poco marxistas.

(*) Publicado en la revista impresa Bufé Magazín de Cultura (Concepción - Chile).

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