Cuadro: "Una Oscura Familia", del pintor mapuche Eduardo Rapimán.
Ocurrió en
diciembre de 2012, allá en el sur de Chile. Se trata de un lamentable ataque de
desconocidos a un fundo en Vilcún, destruyendo maquinarias y vehículos,
implicando de paso millonarias pérdidas económicas. Naturalmente, el rechazo
fue unánime; nadie –aunque alguien lo justifique- queda indemne cuando es
agredido. Por suerte nuestro Código Penal no hace la vista gorda ante este tipo
de hechos y los califica como delitos. Y aquí entra el ordenamiento jurídico,
el cual tipifica, investiga, concluye y sentencia. El impacto de una agresión
también genera reacciones en quienes no somos directamente agredidos, en
quienes nos enteramos en la distancia; es decir, la mayoría de la sociedad civil que tomamos
palco y que -en algunas ocasiones- reaccionamos, opinamos, emitimos juicios,
confiando en un supuesto equilibrio a la base de nuestras impresiones.
Sin embargo, como
es plausible, la balanza casi siempre se inclina hacia un costado. El golpe
incendiario asestado al latifundista detonó una seguidilla de indignadas
declaraciones. Todos pusieron el grito en el cielo. Desde el Ministro del
Interior, Andrés Chadwick; pasando por el Intendente de la Región de La Araucanía, Andrés Molina; hasta la mirada escandalizada
de la opinión pública, la cual fue sobre-estimulada por la prensa oficial que
no escatimó en pormenorizar aquellos incidentes tan indeseables. Con dos querellas presentadas contra quienes
resulten responsables, la mirada cayó indefectiblemente contra el movimiento
reivindicativo mapuche. En vísperas de Navidad, un Andrés Chadwick con cara de
niño ofuscado señaló que “no tenemos
temores ni nos va a temblar la mano, sabemos que enfrentamos un enemigo
poderoso, que goza de apoyo político, comunicacional e internacional”. Por
otro lado, el acalorado intendente vinculó el trabajo de dos italianas en la
zona, con una eventual incitación a la protesta social por parte de las
comunidades, calificando ello como una grave “intromisión extranjera” y solicitando
la inmediata expulsión del país.
Ahora bien, nadie sabe si fueron realmente
comuneros mapuche los responsables de los hechos delictivos, pero obviamente
iban a aparecer personeros de gobierno y fiscales ansiosos de escalar
profesionalmente –a estos últimos se les ha imputado la realización de numeroso
montajes con esos fines- que lanzarán toda la artillería judicial y policíaco-represiva
contra los líderes políticos originarios del Gulumapu. Por eso, no se engañe
(al menos por esta vez) y piense en lo siguiente: la balanza, así como los
dados de un ludópata tramposo, está cargada, inclinada hacia la protección de
los negocios que en la zona han desplegado las élites económicas.
Esta protección se traduce en un resguardo
policial de corte represivo, amparado por una clase política cooptada y por una
sociedad profundamente racista y clasista, además de ignorante de las razones a
la base de las reivindicaciones mapuche. Esta sociedad sí se escandalizará
cuando el patrón se vea afectado (porque todos se quieren parecer a él). Y, por
otro lado, desviarán la mirada o justificarán la criminal y sistemática
agresión del Estado policial chileno a las comunidades del sur, que haciendo
las veces de guardia pretoriana de las élites económicas, ha traspasado todo límite
de lo tolerable en materia de derechos humanos.
Si las reivindicaciones territoriales mapuche
amenazan los negocios, no habrá pudor, ni serán suficientes las genuflexiones
para visualizarlos como el enemigo
poderoso de Chadwick o como los pobrecitos
interdictos de Molina, que son atizados por la intromisión extranjera. Esta intromisión resultó ser a posteriori la acción de dos veedoras italianas
de derechos humanos, en comisión de servicio por un organismo internacional
reconocido por el Estado chileno. Teniendo en contra al Estado, al capital
nacional e internacional y a la misma sociedad chilena, el pueblo mapuche debe
cargar solo con sus jóvenes impunemente asesinados. Debe morderse los labios
cuando sus niños, mujeres y ancianos son brutalmente agredidos; cuando sus
territorios continúan ilegalmente usurpados y depredados. Finalmente, deben
lidiar con una realidad ignorada con el deprecio que sólo puede erigir el
hacendado o el arribista criollo que, en todo su racismo y clasismo, se sulfura
por el daño inflingido a la casa patronal y aprueba –abierta o solapadamente-
el balazo por la espalda perpetrado contra un Lemún, contra un Catrileo o contra
un Mendoza Collío.