Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

sábado, 17 de noviembre de 2012

“La Quemadura”. O la dignidad labrada en la memoria




Imagen: René Ballesteros (de "La Quemadura")

Lo conocí en Temuco en 1994, cuando ingresó a la Escuela de Psicología de la Universidad de La Frontera.  Oriundo de la comuna  de Padre Las Casas, vivía con su abuela. Ella se erigió como madre de él y de su hermana, porque la mujer que los había lanzado al mundo pensó que el suyo era más liviano sin ellos. La vida es dura, sino pregúntenle a René, quien vio evaporarse el útero de donde venía, mientras se abrigaba perplejo -y luego resignado- en los brazos de la anciana.

René Ballesteros llegó una noche de invierno a mi casa para quedarse en mi vida. Cuando los viejos faltan y los espíritus hermanos se encuentran, la historia se vuelve una tierra común difícil de labrar. Cada brote es una fiesta dolorosa y cada cosecha un designio incierto. Pero, René sembró en las piedras húmedas del sur de Chile, el brote rebelde de su historia, su proto-relato de existencia. Yo me balanceaba con la música y las palabras; él se dejaba ir en el vaivén de las palabras, de la música y de la imagen. Se enamoró de todo eso, pero con más profundidad de la imagen. Concluyó sus estudios de psicología, trabajó con los niños de la calle, con aquellos vástagos arrojados desde catapultas para esculpirse solos en los adoquines de la soledad urbana. El deja vù no es otra cosa que volver sobre los propios pasos, romper con la unidireccionalidad lineal del tiempo, para reconocerse en los espejos, en las curtidas pieles de los otros. Se encontró de súbito con la niñez borrada de cuajo; ese es el precio de adentrarse en el doloroso sendero de la niñez interrumpida.

Luego avisó que se iba. Se despidió de todos, de su abuela y de su hermana. Casi no hubo apretón de manos; la distancia es una tontería para los amigos. Arribó a Cuba y estudió cine. Se le abrieron los sesos y ya no era un vaivén de palabras, de música y de imagen, sino una furiosa secuencia de espíritu, sonidos, textualidad y movimiento. Volvió encendido a Temuco, a las cazuelas de su abuela, a la copa de vino con los amigos. No recuerdo bien en qué momento, pero un día apareció su madre. Y vimos llegar a un padre, a hermanos y a medios hermanos. René soñó que los amores rotos se podían remendar, como los retazos zurcidos apresuradamente. Pero, la vida a veces no sabe de costuras; los dobladillos se deshacen, los hilos finalmente ceden. Le pidieron, como si no le pidieran. Primero, que diera vuelta la página, que callara la soledad de retoño, que mirara de pronto su historia, su memoria rota y láctea de niño entumido, como si todo hubiese sido un mal paso, un accidente en la esquina de su calle, un traspiés en el camino. Le pidieron el olvido, que es lo mismo que pedir desde el desamor. Porque por más dura que haya sido la vida, ella se reconoce íntegra en cada recoveco de memoria. Quizás, eso se llame dignidad. Esa fuerza interior incomprensible que ruge en el recuerdo de cada derrota padecida. Pedir olvido no es otra cosa que reclamar al otro, al que se le ha asestado el mortal golpe del desengaño, la insultante renuncia a la propia dignidad.

René traspasó la encrucijada, se despidió de su abuela, de su hermana y se marchó a Francia con la memoria afiebrada. Estudió más cine y plasmó su historia en las descarnadas fibras de la imagen en movimiento. De esas presencias pujando en sus recuerdos surgió “La Quemadura”, su propia respuesta frente a la sedosa y ladina tentación de la amnesia. Su primera obra obtuvo el Premio al Mejor Largometraje de Creación Documental del Festival Internacional Documenta Madrid (España), el Premio Joris Ivens del Festival Internacional de Documentales Cinéma du Réel  (Francia), el premio al mejor director en el SANFIC 2010 (Chile), además de un reconocimiento internacional unánime.

Su abuela falleció hace poco tiempo, en el campo, allá en el sur de Chile. Alcanzó a despedirse de ella, para atesorar su olor de madre y de madera húmeda en el sitial más apacible de sus recuerdos. En la “Quemadura” queda plasmada esa anciana voz de camino recorrido. Y, en la actualidad, en ese inquietante mundo erigido por él en su apartamento parisino, reverbera siempre la fortuna de saber recordar, de hacer de las reminiscencias y del rescate de cada rastro, el privilegiado arte de reconstruir la propia dignidad.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Los Trasplantados: Artistas Visuales Chilenos en Berlin



Fotografía: Pablo Ocqueteau (www.ocq.cl)

Los he ido conociendo de a poco y a más de alguno lo conozco desde  antes. Llegaron a Berlin, cruzando el Atlántico y por distintas razones, desde Temuco, Santiago, Valparaíso o desde otras urbes chilenas. Llegaron a la capital alemana incursionando en un oficio que en Chile, salvo por pequeños momentos de relativo reconocimiento, la mayoría de las veces obtuvo como recompensa el “quedarse pelando la cebolla”. Son excepcionales estos artistas visuales transplantados. Son talentosos, técnicamente consistentes y no le hacen asco al trabajo. Muchos de ellos aprendieron alemán, un idioma sintáctica y gramaticalmente tan diferente al español chileno, tomando cursos y conversando en las calles o donde pudiesen enhebrar alguna frase germana coherente.

Poco a poco la sorpresa los invadió ante lo evidente. Comenzaron a mirar el propio suelo desde afuera, desde la cotidianeidad del otro país donde ahora residen. Es que acá, independientemente del estrato socioeconómico de proveniencia (los chilenos somos adictos a la clasificación y a la compartimentación social), de la región de origen o de las diversas historias de vida, para las chilenas y chilenos que arriban a la capital alemana ocurre algo así -recurriendo a conceptos criollos- como un “emparejamiento de cancha”. Alguien dijo por ahí que el fascismo se cura leyendo y el racismo, viajando. Yo diría que el clasismo se cura un poco en Berlin, en la austeridad del día a día, aguzando el ojo en las calles y en la gente de una ciudad que ha vivido el paraíso y el infierno, durante su accidentada historia.

Una de las pocas cosas en esta vida de las cuales tengo una relativa certeza, es que la percepción de cualquier circunstancia depende completamente de la posición desde la cual se la mira. Desde una posición espacial, temporal o lógica. Desde el apego a una creencia o desde su desapego a ella. Desde la quietud interna o desde la ebullición de las pasiones. La perspectiva tras la cual se miran las cosas puede ser explicable en muchos contextos, pero también es un estado de conciencia. Acá surge lentamente la percepción de que se está transplantado, de que los espacios habitados son prestados momentáneamente, de que lo que creemos de nuestra propiedad es una ilusión equivalente a las sombras percibidas en la platónica caverna. Así, nos vemos obligados a contemplarnos más allá de la artificial clasificación social a la que recurríamos en Chile. El esfuerzo del transplante, muchas veces difícil, nos hace transgredir el valor espurio de las credenciales, para revelar a los demás nuestra propia humanidad. Ese es el “emparejamiento de cancha”, potencialmente aplicable a cualquier lugar de esta nave espacial llamada planeta Tierra.

Por eso creo que la diversidad berlinesa imbricada en cada recoveco de esta ciudad, irriga tanta creatividad chilensis, pero ahora transplantada en otra habitación terrestre. ¿Cómo no transmutar en una ciudad que alberga a más de ciento veinte nacionalidades, en sus tres y medio millones de habitantes? Pueden hacer un pequeño esfuerzo y googlearlos, si lo desean: Francesca Mencarini, Francisco Rozas, Pablo Ocqueteau, Mónica Segura, Marcela Moraga, Carmen Accorsi y Christian Demarco, entre muchos otros artistas visuales chilenos que han potenciado su trabajo a trece mil kilómetros de su terruño. Desconocidos en Chile, pero muy lentamente reconocidos en la fascinante escena berlinesa, han debido romper sus propios esquemas mentales para plasmar, en sus nuevas obras, la espléndida evidencia de su evolución personal y artística.

Lamento que en Chile todas ellas o ellos hayan experimentado muchas veces -ante su oficio- la gélida indiferencia social o la tenue y fugaz atención de un público cercano, pero reducido. Un pueblo que no reconoce tempranamente a sus artistas, se priva de alcanzar las elevadas trayectorias del espíritu. Se queda ahí, paralogizado, cautivo de las cadenas de una única forma de auscultar el mundo. Y que, por eso mismo, deja de ser mundo, para convertirse inexorablemente en una absurda y miope prisión mental. 

(Publicado en Bufé Magazín de Cultura. Vol. 3. http://www.bufemagazin.cl/)