Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

jueves, 1 de diciembre de 2011

El Contenido Latente del Movimiento Estudiantil y Social Chileno 2011: Una Renovada Lucha de Clases


Algunos están pensando que está en retirada o que, al menos, está tomando una siesta de la cual no se sabe si va a despertar. Otros le atribuyen una fase de desgaste definitivo. Después de siete meses de una movilización estudiantil que se transformó en un gran movimiento social -con un gran respaldo de la sociedad civil chilena y de la comunidad internacional- las expectativas de una educación pública, gratuita y de calidad parecieran entrar en un periodo de incertidumbre. Una diversidad de actores sociales agradece a los estudiantes chilenos el hecho de haber “puesto sobre la mesa” un cuestionamiento profundo al sistema educacional chileno. Hasta personeros del gobierno chileno, en su doble discurso, declaman loas a la gesta estudiantil. Y aunque la clase política parlamentaria y político-partidista pareciera observar estupefacta y con una sorprendente inmovilidad propositiva el curso de los acontecimientos, veremos más adelante que la inmovilidad política no es azarosa.

El ejecutivo apuesta al desgaste del movimiento social; el legislativo –en una proporción importante- también. Es impresionante el nivel de orfandad respecto de la institucionalidad política formal que padecen los estudiantes y esa gran mayoría social que desea cambios estructurales en el modelo de desarrollo chileno. Aún más, el golpe propinado a los estudiantes en el Congreso con la aprobación de un presupuesto paupérrimo en materia educacional, sumada la sordera política frente a las demandas estudiantiles, revela que esta lucha -que se hizo evidente hace siete meses- no es solamente una confrontación entre unos estudiantes “ideologizados” de izquierda (así se les denosta), que reivindican un derecho humano universal y un gobierno de empresarios que defienden el status quo de un mercado educacional. Las contiendas políticas –emulando metafóricamente la terminología freudiana- tienen un “contenido manifiesto” y un “contenido latente”.

El contenido manifiesto consiste en la oposición de intereses en juego ya explicitados en espacios televisivos, en los análisis de respetados intelectuales y académicos, en una variedad interminable de sesudas columnas y de reportajes periodísticos. También en declaraciones de los dirigentes estudiantiles, en las consignas vitoreadas en las calles, en las aseveraciones de personeros de gobierno e, incluso, en las opiniones vertidas por un variopinto y selecto grupo de parlamentarios y políticos chilenos. Sin embargo, existe un contenido latente que, desde los inicios de la bicentenaria república criolla, provoca escozor y violentas reacciones cada vez que se rescata de los húmedos sótanos del análisis político: La jerarquización oligárquica y socioeconómica de la sociedad chilena, la colusión de las élites y la lucha de clases y sub-clases, que muchos creían extinguida bajo los ladrillos derrumbados del Muro de Berlin.

La jerarquización oligárquica constituye la columna vertebral de la estructura sociocultural, institucional, económica y política chilena. En la actualidad, esta oligarquía de “quinta generación” o la “quinta versión de las élites” -tal como la ha denominado el historiador chileno Gabriel Salazar- opera organizando “redes sociales y grupos de presión para actuar fuera del Estado, sobre el Estado y en los intersticios del Estado (Salazar, 2010; p. 100. Conversaciones con Carlos Altamirano. Memorias Críticas)”. La sublevación contra el Presidente José Manuel Balmaceda (1881) es un espléndido ejemplo de como las élites –distribuidas entre liberales y conservadores- deciden y actúan en conjunto, cuando su posición económica y su capacidad de influencia política se ven amenazadas. Incluso es posible observar cómo pueden operar atacando directamente a la institucionalidad. Cuando Balmaceda decide desprivatizar el oro del Estado y crear un Banco Fiscal, las élites (las familias) pusieron el grito en el cielo. Los recursos públicos iban a ser retirados de los bancos privados, lo que asestaría una seria estocada a los intereses oligárquicos. Hasta los liberales, sector político al que pertenecía Balmaceda, se volcaron contra su gobierno en colusión con la insurrección conservadora. No hace falta extenderse en analizar el golpe militar de 1973, en el cual la oligarquía, al ver amenazado seriamente su patrimonio y su influencia política para mantener su posición de privilegio económico y de jerarquía política, arrojó contra la institucionalidad y la sociedad civil chilena los corvos y las balas castrenses durante 17 años.

Las reglas del juego democrático –la gran mayoría lo sabe o lo intuye- son diseñadas con precisión nanométrica para resguardar los intereses de las élites. Y en ese escenario, cuando se trata de proteger estos intereses, la institucionalidad “democrática”, las normas que regulan las decisiones políticas y sus actores (gran parte de la clase política) ocupan un papel secundario. 4459 familias o 114 grupos empresariales en Chile controlan hasta el precio que se tiene que pagar por un paquete de fideos o de arroz en el supermercado, cuánto dinero recibirá una persona en su jubilación, el costo de una atención médica, el valor de un pasaje o de una llamada telefónica o lo que será  informado u omitido en los medios de  comunicación y, para coronar este ejercicio plutocrático, hasta las leyes de la república. Son el 5% más rico de la población, cuyos ingresos superan en 830 veces al 5 % más pobre (analizar Encuesta CASEN 2009). Según el Índice de Inserción Laboral que publica la Fundación SOL (2011), un 70 % de los chilenos en edad productiva (trabajadores estables, inestables y desempleados) tienen una inserción laboral precaria o están desvinculados del mercado del trabajo. Esta situación presenta niveles desoladores si se considera que un 57% de los que tienen algún tipo de remuneración, reciben menos de 300.000 pesos mensuales (579 dólares). Un spot aparecido en Youtube  (30/11/2011) señala que 640 mil chilenas y chilenos viven con menos de mil pesos (1,93 dólares) al día (http://www.youtube.com/watch?v=A0eKCCZrlRQ). Es decir –tal como lo señala el spot- si compran un paquete de pañales, ese día no comen.

La lista de aspectos de la vida cotidiana que controla esta élite es extensa. Y la estructura social chilena se ha mantenido –con algunas variaciones- incólume en estos doscientos años de vida republicana. En tal contexto, resumido pobremente en estas líneas, cabe preguntarse qué significa el movimiento estudiantil del 2011 -el cual ha recibido un enorme apoyo de la sociedad civil- y, por otra parte, debido a qué razones la clase política llamada “progresista” y/o de “izquierda” (parlamentarios y partidos políticos) ha sido completamente inefectiva en materializar la demanda social, dentro de los cauces institucionales. Ante la primera pregunta (la cual tiene muchas probables respuestas) es posible plantear que la movilización social liderada por los estudiantes chilenos ha puesto en tensión el tradicional “equilibrio de clases” que la oligarquía se ha esforzado en mantener a toda costa. ¿Qué significa esto? significa que la demanda por una educación pública, gratuita, de calidad e inclusiva de los pueblos originarios, infringe un duro golpe al negocio multimillonario de las élites y, en el caso de su concreción, abre las puertas hacia la desprivatización de otras áreas estratégicas del desarrollo, como lo son la salud, la previsión social, los recursos naturales y el medio ambiente, entre otros.

La lógica de los derechos fundamentales conculcada por la movilización social entra en coalición directa con el status quo de las élites, amparado por gran parte de la clase política y resguardado -en última instancia o simultáneamente- por la bota militar, la represión policial o la militarización de zonas territoriales donde están afectados los negocios de la oligarquía, como es el caso de los continuos ataques propinados a las comunidades mapuche, en el sur de Chile. La desprivatización reorganiza las correlaciones de fuerzas económicas y políticas, además de generar cambios socioculturales importantes, a mediano y largo plazo. La lucha de clases no es sólo una disputa armada, como algunos desean hacer creer y, muchas veces, atemorizar a la opinión pública. Consiste en una confrontación de intereses donde se pone en juego un cambio estructural y decisivo de la sociedad, su institucionalidad y su organización sociopolítica y económica. La sociedad chilena debe volverse progresivamente consciente, en la manera más extensa posible, de que la represión policial al movimiento estudiantil (agresión) y la apuesta gubernamental a su desgaste (negación) son respuestas de clase. Son réplicas de clase ante el peligro de modificaciones sustantivas y completas en la estructura sociocultural, económica y política chilena. La oligarquía y la clase política al servicio de sus intereses, mancomunadamente, defenderán a cualquier precio el status quo estructural chileno. Aquí se defiende el patrimonio de las élites y su hegemonía económica y política.

¿Por qué, entonces, después de siete meses de movilización social, de un bajísimo respaldo ciudadano al gobierno de Sebastián Piñera y de un formidable apoyo nacional e internacional a las demandas estudiantiles, el sistema educacional chileno -probadamente deplorable- seguirá en las mismas o peores condiciones? Tal como señala Mario Waissbluth, coordinador nacional de Educación 2020, alrededor de un 40% de los egresados de la enseñanza secundaria chilena no entiende lo que lee (analfabetismo funcional). De los que ingresan a la educación superior, un 40 % acaba desertando y endeudado, un 30 % termina con un título que no sirve y con el cual no podrá pagar su deuda y sólo un 30% logra egresar con un título que le permita una inserción laboral, al menos adecuado o con algún grado de dignidad. La educación superior chilena cuenta con los aranceles más caros del mundo, donde son las familias las que terminan endeudándose para financiar, no sólo las actividades académicas, sino que la expansión del sistema privado, es decir, el negocio de las élites.  

En el caso de la educación escolar, Valentina Quiroga, directora de políticas educativas de Educación 2020, desmiente la idea de que la educación particular subvencionada sea mejor que la educación municipal. Ambas han mostrado resultados equivalentes, pero el mito que sitúa a la educación municipal en una posición social menor, se debería a la cultura aspiracional y clasista chilena, socializada por las élites. Se busca parecer con mayor status social; se cree que los estudiantes establecerán mejores redes sociales y “contactos” para el futuro (desde una perspectiva socioeconómica), si ingresan a un establecimiento “particular” subvencionado o completamente privado. Del mismo modo, muchos profesionales provenientes de segmentos socioeconómicos de menores ingresos realizan grandes esfuerzos por asociarse a las élites o, al menos, para relacionarse laboralmente con aquellos que se vinculan directamente con ella. No sólo se trata aquí del legítimo anhelo de movilidad social, sino de una intensa necesidad aspiracional, de corte clasista e, incluso, racista, asociada al consumo, no sólo de bienes materiales, sino también culturales, que las personas relacionan con una cierta posición social y económica más “elevada”. El fin de la “conciencia de clase” es un gran triunfo cultural de la oligarquía chilena.

En tal sentido, los vectores -por todos conocidos- del sistema escolar en Chile van dirigidos hacia la privatización de la educación primaria y secundaria, con subvención del Estado. Es el tiro de gracia a la agónica educación pública, la cual estará destinada (en exigua cantidad y calidad) a la población más vulnerable. Es decir, a los “no clientes”, a los “no rentables”, a menos que puedan cumplir el rol de bypass de los dineros públicos hacia las arcas privadas, mediante becas y microcréditos. La segmentación socioeconómica chilena se ve reflejada, por tanto, en el apartheid educacional, donde hay escuelas, centros de formación técnica, institutos y universidades para “pobres” y otros para “ricos”. El desmantelamiento de la educación pública, ya sea escolar o superior, está a la vuelta de la esquina y es orquestada por la oligarquía chilena.

Desde esta perspectiva, la atribución causal de esta desoladora situación a una eventual irresponsabilidad del Estado y de la clase política, es una verdad a medias. El Estado no es una entidad unitaria. Nunca lo ha sido, a pesar del discurso proveniente del campo de la política y que algunos cientistas sociales han ingerido sin masticar, ni digerir analíticamente. Es un entramado de redes y de luchas de intereses de clases y subclases, donde la oligarquía presenta una clara hegemonía. En tal sentido, la segunda pregunta que interroga por la ineficiencia (e inefectividad) de la clase política “progresista” para generar cambios estructurales significativos, lleva a suponer que una parte importante de ella termina siendo cooptada por las élites o ya forma parte de ellas. Esto no es una novedad; es una condición estructural de la historia política chilena.

En la discusión del presupuesto educacional 2012, la oposición chilena que había esbozado simpatías con las demandas estudiantiles, abandonó la sala en la votación de la cámara alta y poco después –en la cámara baja- pierde su postura contraria a la propuesta del gobierno, con votos opositores “independientes”. El caso del diputado “obrero” René Alinco es un caso más en la historia de los políticos cooptados, quien apoyó directamente con su voto la vergonzosa “revolución educacional” de Piñera. Las élites pueden tener diferencias ideológicas en los espacios públicos (“izquierda” y derecha), como las que se observan en el Congreso. Pero estas diferencias se ven soslayadas cuando se trata de dirimir temas que afectan el patrimonio económico-financiero o la influencia política. En ese nivel pasan a segundo plano estas diferencias, trabajando las élites conjuntamente para mantener el status quo estructural.

¿Qué significa, entonces, el movimiento estudiantil 2011? Implica, entre muchas cosas, una recuperación en el lenguaje de aquellas definiciones que la oligarquía ha intentado con esmero en ocultar. La transformación de los requerimientos del movimiento estudiantil en demandas de cambios estructurales constituye una seria afrenta a los equilibrios de fuerzas, a los intereses de clase que las élites desean a toda costa mantener. Reestablece y actualiza la noción de “conciencia de clase”, la que había sido reemplazada por la anómica visión del hombre o de la mujer emprendedora e innovadora, con gran capacidad y creatividad para realizar negocios, con una gran capacidad de consumo y, por sobretodo, con el sueño dorado de acercarse o formar parte del grupo selecto de las élites. El comienzo del repliegue cultural del arribismo social y la emergencia de la conciencia de que esta lucha es una confrontación de intereses de clase, se lo debemos en gran medida a los estudiantes chilenos movilizados. A este gran movimiento social que, tal como han declarado los mismos dirigentes estudiantiles, llegó afortunadamente para quedarse.